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¿Por qué leo novela?

Actualizado: 19 mar

Daniel Bravo Andrade


 

No sé ustedes, pero hay un momento de mi vida en el que me invade una angustia ciega y dentada. Cierra la boca del estómago y al mismo tiempo produce náuseas, como si el cuerpo fuera incapaz de mover hacia adelante o atrás la sensación, digerirla o expulsarla.


No sé ustedes tampoco, pero lo que yo hago es intentar encontrar el origen de esa angustia. Entonces me siento (no puede ser de pie) a pensar si tiene que ver con el dinero, o con mi pareja, o con el trabajo, o con el futuro o el pasado o la novela que estoy escribiendo que avanza y se devuelve también, o si la angustia viene del Estado General de las Cosas en la ciudad, el país, el Mundo, etc., etc. En cualquier caso, me siento o me acuesto a buscar el origen de esa angustia para decirle sana que sana, para sobar la herida iluminada de donde proviene, y con ese método arcaico, pero efectivo, hacer que desaparezca.


Pero a veces me pasa, ustedes no sé, que no encuentro su origen. Y es como si siguiera el rastro de la angustia (con la mente, recordemos que estoy acostado) durante un rato hasta llegar al nacimiento de agua, el punto de fuga donde convergen todas ellas, un vórtice como un pez bruja enroscado y apretando el cerebro el corazón o el alma, o donde sea que según la filosofía y la gastroenterología modernas se inconen las angustias.


Ustedes, bueno… Cuando me enfrento a ese pez ya es muy tarde. Estoy acostado pero moviéndome en todas las direcciones, incapaz de quedarme mentalmente quieto, con el pensamiento como un reloj atómico que no se detiene y retumba chaca, chaca, chaca, chaca, chaca dentro de mí, perfecto en su compás que no se equivoca y que no se detiene nunca porque en vez de pilas AAA está propulsado por las vibraciones de los átomos de rubidio.


Si las partículas nunca están quietas, ¿ya pensaron en eso? Qué quietud vamos a poder tener nosotros.


Llamémosla así: una angustia subatómica.


¿Y entonces qué hago para tranquilizarme? No hay sorpresa al decirles que leo una novela; para eso estamos acá. Tal vez el punto sea: ¿qué tiene una novela? O qué tiene un libro de poemas o de cuentos, pero no un libro sobre cómo hacerse rico fácil o cómo perder peso fácil o cómo escribir fácil. Porque tiene que ser una novela.


Y mi respuesta individual, pero que ojalá sea transferible, es: en una novela hay un señor o una niña o un perro o dios, que hace las veces de narrador y me cuenta cómo es su vida o cómo es la vida de alguien más. Esa niña me dice en qué piensa, quiénes son sus mejores amigos en el colegio, a qué saben las galletas con mermelada de mora que su abuela solía hacerle cuando era aún más niña y ya no volverá a probar iguales porque su abuela se murió en el segundo capítulo, etc.; esa niña me cuenta cómo es su mundo y cómo lo percibe y escuchando poco a poco su vocecita me voy quedando dormido sobre su pecho, justo cuando el sonido de mi segundero atómico es reemplazado por los latidos del suyo.


El momento que dura leer es infinito. Puedo cerrar el libro y, al abrirlo de nuevo, ahí estará la voz de la niña para reconfortarme.


Da igual si la novela se trata de un perrito alegre o de una tragedia terrible. Da igual si la novela no me gusta y tengo que dejarla en la página diez o si la termino al día siguiente. Da igual si no hay un narrador que me cuente la historia: leyendo las palabras sobre el papel siempre aparece la voz de alguien que no soy Yo, el que escribe este texto pero no el que lo lee. Da igual si el libro se acaba: habrán otros con otra voces y otros arrullos. Cuando escucho la voz, las partículas subatómicas de la que está hecha la tinta de las letras del libro también se mueven. Pero como yo las veo quietas, ya puedo quedarme tranquilo.


Texto de la edición Nº 1

Septiembre de 2023

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